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El silencio pesaba más que el oro dentro de la bóveda.

John respiraba con dificultad; el cañón del arma le temblaba en la mano.


No, no, no… —susurró, apenas audible, mientras el sudor le corría por la frente.

El plan era simple: entra, toma el paquete, sal sin mirar atrás.
Sin testigos. Sin errores. Sin rastros.

Pero algo falló.

Las luces parpadeaban, y el olor metálico del lugar lo envolvía como una trampa invisible.
¿Quién los delató? ¿El cliente? ¿El jefe? ¿O acaso alguien dentro del propio grupo? En este mundo, confiar es un lujo que cuesta caro.
Nadie es leal. Solo al dinero… y a sí mismo.

El chirrido de la puerta interrumpió su pensamiento.
Dos guardias entraron.

Dos disparos.


Dos cuerpos en el suelo.

John salió de la bóveda, cruzando un pasillo angosto de paredes verdosas y humedad rancia.
El eco de sus pasos se mezclaba con el retumbar distante de sirenas.

“¿Cómo llegó el cliente a nosotros?”, pensó mientras apretaba el maletín con fuerza.

John es uno de los mejores mercenarios. Infalible. Exmilitar con malicia.
Rango 17 en la Agencia de Contratistas Independientes: el «listado» que circula entre gobiernos, empresarios y familias criminales. No el más alto, pero sí temido y muy respetado.
Eficiente. Frío. Letal.

Aprendió a sobrevivir donde otros se quebraban: no en la guerra, sino en prisión.
El encierro lo había vuelto un animal sin miedo, una bestia con disciplina.

Hasta hoy.

El corazón le latía tan fuerte que sentía el pulso en la garganta.
Bajó las escaleras rápidamente; su gabardina se enganchó en un clavo oxidado y se rasgó.

Maldición…— gruñó con desesperación.

La última vez que su abrigo se rasgó, terminó acorralado por los Grises: la unidad paramilitar que cazaba mercenarios sin licencia.

Aquella noche había logrado escapar con un truco desesperado. Sacó una C2 de su abrigo destrozado y la sostuvo frente a sus enemigos.

“¡Buen momento para morir junto a un puñado de sucios grises!” grito. Arrojó el explosivo. Fuego, polvo, silencio.

Cuando los Grises pudieron ver de nuevo, John ya no estaba.
Solo un campo de escombros ardiendo.

Pero esta vez era distinto. De pronto, sintió un frío punzante atravesarle por el costado.
Y entonces, dejó de temblar. Un calambre recorrió su mano.

El arma cayó. El cuerpo dejó de responder.

Cayó de rodillas.
Con la vista borrosa y el aire escaso, se tendió en el suelo.

Desde allí, miró a través del techo derrumbado un pedazo del cielo visible entre el humo.
Recordó su sueño de juventud: volar.
Pilotar uno de esos grandes aviones militares que cruzaban el cielo azul.
Y se preguntó cómo demonios había terminado allí,
hundido en la miseria de sus decisiones.

Entonces lo oyó.
Pisadas entre las sombras.
Un aire frío lo paralizó por completo.

—¿Eres tú… verdad?… Specter? —dijo John en un susurro casi inaudible. Un hilito de aire escapó de el.

El silencio se alargó.

Una figura alta, de abrigo largo y sombrero oscuro, se detuvo frente a él.

No se veía su rostro, solo el brillo pálido del encendedor que reveló por un segundo unos ojos fríos.
El encendedor se apagó.
El sonido de un paso acercándose.

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